En el cementerio de Ojo de Agua, la muerte está tan viva como puede estarlo. Un festín de colores viste las tumbas y “Truquía” (Jorge Alberto Gutiérrez en el DNI) coincide en que este camposanto pintoresquísimo debe ser uno de los mejores lugares para emprender el descanso eterno. El círculo virtuoso se cierra: así como el valle fue un destino reparador en la vida, lo es también después de ella. El guía, un tafinisto de 66 años que reproduce con generosidad la historia oral de su pueblo, anticipa su voluntad de ser enterrado ahí y de la forma más simple posible. La inteligencia de su decisión resulta innegable: “Truquía” tiene aquí a sus abuelos, Crisanta Mamaní y Marcelino Gutiérrez, y cualquier parcela ofrece la vista de sus montañas y cielos amados.
Ubicado a mitad de distancia entre Tafí y El Mollar, el cementerio de Ojo de Agua se expande sobre la base de la hilera de cumbres que conecta los dominios del dique La Angostura con la zona de Las Carreras. Su colorido se divisa a lo lejos y el conjunto hace las veces de desembocadura evidente del camino a Casas Viejas. Es un punto despejado y silencioso protegido por pircas y vigilado por las aves andinas. Desde allí es fácil contemplar el reino de los cerros: en un costado se yergue el Ñuñorco omnipresente mientras que en el otro asoman las puntas de El Pabellón y El Negrito, y por atrás exhibe su altivez el Muñoz. Al tiempo que brinda la conciencia sobre la finitud de la existencia humana, el camposanto permite dimensionar la magnificencia perdurable del valle. Pasan las personas, el escenario -todavía- permanece.
Lo que en la lejanía parece un sitio pequeño, de cerca sorprende por su enormidad y abigarramiento. “Truquía” revela las reglas que ordenan ese microcosmos: los sepulcros más antiguos, que datan de la década de 1920, ocupan el extremo izquierdo (da hacia El Mollar) del espacio ampliado varias veces por la continuidad de ese hábito de morirse que tiene la gente. La vejez se proyecta en cruces de hierro oxidado, luego sustituidas por insignias de madera y de mármol. Un ejemplo de esa antigüedad es la sepultura de Gabino Luperoio, que murió el 2 de julio de 1923 y que aún puede ser recordado gracias al afecto de su hijo Jerardo (sí, con jota).
Las extensiones sucesivas del cementerio no borraron los límites anteriores de modo que es sencillo reconstruir el formato original. En la proximidad del límite con la calle de ripio constan las tumbas más nuevas. El último ingresante, Zenón Ríos, está siendo enterrado este 3 de enero de 2020 en presencia de una compañía abundante, y a su lado los sepultureros ya han cavado la fosa que recibirá al próximo ataúd. A “Truquía”, artesano de la piedra y vecino de Los Cuartos, no le llama la atención la congregación de deudos: dice que los cortejos fúnebres suelen ser muy convocantes. Y subraya: “aquí la muerte es un motivo para el encuentro”.
Panteón inclusivo
La parte de adelante del predio original es el área reservada para los niños. “Truquía” les llama “angelitos”. Los monumentos tienen aquí el tamaño de sus destinatarios y en ellos no faltan los objetos colocados en casi todas las demás sepulturas además de las flores de plástico tan características de los camposantos norteños. En las urnas y altares reposan juguetes: autitos, un avión y un tigre de plástico acompañan los restos de los posiblemente hermanos Cruz, quienes fallecieron en 1962 y 1963. Es una escena conmovedora, pero por alguna razón no llega a ser triste. El comentarista de la visita considera que las pertenencias ayudan a dar identidad a las tumbas, y que estas deben ser distintas unas de otras como sus propietarios fueron distintos durante la vida.
La mirada concentrada detectará sin esfuerzo diferencias sociales y económicas, así como la acción inevitable del paso del tiempo. Ciertas bóvedas traslucen opulencia, lo mismo que los mausoleos de apellidos con prosapia local que sobresalen en el horizonte. Las lápidas reflejan que, si bien prevalecen con amplitud los lugareños, también hay sitio para los “aquerenciados” y forasteros que eligieron yacer allí. “Truquía” señala que ciertas sepulturas están “borradas y deshechas”. “Ya no tienen quién las atienda”, razona. Son olvidos excepcionales en un ámbito muy cuidado y frecuentado, donde el público acude en forma incesante, sobre todo los lunes.
El cementerio está afiliado a la fe católica, como atestiguan los cristos infaltables en cada terrenito. Esa adhesión religiosa no impide, según “Truquía”, conjugar otras creencias ancestrales vinculadas a los elementos naturales y a la concepción del misterio del más allá. Con un poco de atención es posible advertir el culto a la Pachamama, al aire, al viento, al agua y a la tierra, así como la confusión sincrética y armónica de ritos. Esas combinaciones culturales agrandan el abrazo de este rincón de Ojo de Agua, que cobija, refugia y consuela, y, por ello mismo, debería ser una parada obligada y respetuosa para los visitantes de estos parajes tucumanos.
Amanece y no es poco
Los jesuitas introdujeron el concepto del camposanto cuando llegaron al valle a comienzos del siglo XVIII y ocuparon su heredad en La Banda. “Truquía” recuerda que antiguamente los cuerpos inertes eran depositados en tinajas de barro cocido, que a su vez recibían un enterramiento. El lugareño dice que la gente ubicaba a sus muertos cerca de las viviendas y que, desde ese punto de vista, todo el territorio puede ser considerado un cementerio. El sepulcro histórico de la Compañía de Jesús fue luego reemplazado por el de Ojo de Agua, pero ciertos rituales continuaron, como la celebración del Día de la Cruz.
Cada 3 de mayo, el cementerio se enfiesta. “Truquía” asegura que una feria auténtica toma posesión del lugar. Los habitantes de la zona acuden a comer y a beber en los puestos instalados para esa ocasión: el mercadillo es cada vez más surtido, y hasta incluye ropa y productos de bazar. En esa celebración participan los que aún pueden gozar de los placeres terrenales y los que ya no. “Es un acontecimiento único en la región”, apunta el tafinisto con orgullo inocultable. Según su conocimiento de las cosas, esa tradición evoca la época en la que el traslado de un cajón implicaba un esfuerzo gigantesco. Había que marchar a pie por cuestas y quién sabe qué otros accidentes geográficos, con el cadáver en andas. Era normal que, después del entierro, panteoneros y acompañantes repusieran energías con un asado improvisado afuera. “Truquía” refiere que, para esos fines, también acarreaban la carne y las damajuanas.
Los banquetes van de la mano de los fallecimientos. Como las salas velatorias todavía no llegaron a esta parte del mundo, los difuntos son velados en sus casas. Los anfitriones preparan empanadas y hasta faenan un animal para convidar a quienes acuden a darles el pésame. “Truquía” comenta que la partida del féretro hacia su destino final a menudo es marcada por la notas de un violín. Los vallistos observan otras normas, como los rezos durante las nueve tardes en memoria del alma y la tendencia a encender velas en cantidades impares.
El sauce llorón estaba asociado al cementerio: “Truquía” lamenta que haya sido reemplazado por el pino. Antes también era típico que los fallecidos por causas naturales o trágicas entraran por la puerta convencional mientras que los restos de quienes habían decidido quitarse la vida traspasaran la barrera de piedra. Para ellos no había misa ni oraciones. Tampoco están vigentes las leyendas de espantados: “Truquía”, que calcula que construyó alrededor de 20 tumbas, corrobora que la paz es, al menos ahí, verdadera. Él adhiere a la percepción de que los vivos son dañinos, no los que se fueron.
Pese a sus formatos particulares, las sepulturas centenarias de Ojo de Agua se asemejan a una marea que avanza con determinación propia. “Truquía” acusa recibo de los numerosos espacios reservados con botellas paradas con un palo. Entre los matices infinitos se destaca una regularidad: todas las tumbas tienen la misma orientación. “Miran hacia la salida del sol”, explica el intérprete. Ellas no buscan el ocaso, sino el amanecer: tal vez esa vocación por asistir al nacimiento del día explique por qué en este cementerio repiquetea la alegría.
Cómo llegar
- El camino que conduce al cementerio corre pegado a la ladera del cerro El Pelado.
- Desde el centro de la villa, hay que cruzar el puente que conduce a La Banda y desviarse a la izquierda apenas termina el puente.
- Seguir la calle de tierra en dirección a El Mollar. El cementerio está a mano derecha.